Capítulo 7


Las tardes aburridas



Las tardes aburridas eran aquellas en las que la merienda solía ser lo más divertido. Las meriendas habituales en casa, consistían en un bocadillo de chorizo de Teror, de mortadela, o algo parecido, y en ocasiones especiales acompañado de un vaso de Clipper, sin embargo, algunas meriendas las hacíamos al aire libre, lo que las hacía mucho más entretenidas.


Cuando por las tardes nos apretaba el hambre y estábamos en la calle, es decir, en cualquier sitio que no fuese dentro de alguna casa, decidíamos merendar sobre la marcha, y lo más habitual era ir a robar la fruta de temporada. En el pueblo y sus alrededores había muchos cultivos variados y frutales de muchas clases, por lo que sólo se requería elegir el sitio con fruta madura y poner en práctica nuestras mejores cualidades, a saber; destreza para trepar árboles, habilidad para recolectar y, en caso necesario, gran velocidad de huida. Nos producía casi más disfrute la sensación de peligro, durante lo que llamábamos "el asalto", que la zampada de fruta que nos pegábamos después.


Le cogimos el vicio a la cosa ya que la fruta robada era mucho más sabrosa que la comprada y a veces, sin siquiera tener hambre, nos aventurábamos en busca de una merienda gratis. Las fincas o propiedades ajenas no solían tener mucha vigilancia,aunque de vez en cuando sufríamos persecuciones e insultos varios de algunos dueños o de sus medianeros.


Otras tardes, ya fuera para equilibrar el régimen o simplemente por variar, íbamos a coger batatas o a robar piñas tiernas y nos hacíamos una hoguera en las Toscas donde las asábamos. Con las brazas del fuego montábamos una especie de pequeño asadero; colocábamos un par de piedras por los lados y encima un trozo de latón plano. Seguidamente, en un cacharro limpio mezclábamos gofio, con agua y azúcar, haciendo una pasta que íbamos colocando encima de la plancha caliente en forma de pequeños panes. Un a vez tostados, le sacudíamos un poco el herrumbre, y buenísimos, nos mandábamos un atracón.


Alguna tarde, después de una de esas copiosas meriendas y apenas soplaba el viento:


- Vamos a hacer cometas


- Vale, Yo traigo periódicos viejos


- Yo traigo un mazo de hilo “carreto”


- Yo trapos viejos


- Pues nosotros vamos a buscar las cañas


Pasábamos el resto de la tarde dedicados a la fabricación artesanal de los artilugios voladores, según el siguiente diseño:


Tres astillas de caña, dos del mismo tamaño y otra algo más corta que unidas por el centro y por los bordes con hilo “carreto”, formaban una especie de hexágono. Se pegaban con plátano los papeles de periódico sobre este esqueleto. Se colocaba en la parte superior la “zumbadera”, un trozo de hilo que unía dos puntas del hexágono con el centro. En las dos puntas opuestas se unía con hilo, una cola formada por numerosos trozos de tiras de tela anudados, de una longitud proporcional a la superficie de la cometa. A la “zumbadera” se le amarraba el extremo del mazo de hilo y a volar. A veces, a medida que la cometa se elevaba, le poníamos más y más hilo (“Échale liña”) hasta que la perdíamos de vista. Si aflojaba el viento o era demasiado fuerte antes de recoger, la perdíamos para siempre y el viento se la llevaba a sitios muy alejados de nosotros.


Hablando de cometas hay que contar el día del cometón de Lalo.


Lalo era un vecino, bastante mayor que nosotros, de pocos estudios, de cabeza algo alocada y con el cuerpo lleno de cicatrices debido a una infancia bastante accidentada. Pues bien, estando nosotros en labores artesanales con las cometas, pasa por allí y nos dice: - Ustedes no saben hacer una buena cometa.


- Nosotros.- ¿Y Tú sabes?


- Lalo.- Claro que sé


- Nosotros.- Pues haz una y no des la lata


- Lalo.- Lo que voy ha hacer es un cometón.


- Nosotros.- ¿Y eso qué es?


- Lalo.- Ya verán.


Arrancó tres cañas gordas en el barranco y se fue para la casa. Al cabo de un buen rato apareció con una cometa hecha de papel de embalar que media como 2 m. de alto por 1m. de ancho, con su gran cola de tela de trapera y un mazo de soga fina en la mano. Era más grande que Él y no había forma de echarla a volar. Nosotros, riéndonos y el hombre va y dice: “Me voy para la Asomadilla”. Este era un lugar descampado que daba a un precipicio al borde del barranco Lezcano y donde siempre soplaba una fuerte ventolera.


Se fué solo y algo mosqueado; con su cometón a cuesta, lo vimos desaparecer detrás de la curva de la acequia del Riillo. Pasada una hora, y en vistas de que no regresaba, fuímos a ver, por curiosidad, como volaba el artefacto. Cuando llegamos a la Asomadilla no vimos ni a la cometa, ni a Lalo. A medida que nos acercábamos al borde del precipicio, oíamos cada vez más alto unos quejidos que venían de abajo. Al asomarnos nos encontramos a Lalo tumbado boca arriba encima de un “baldo de tuneras” quejándose. Bajamos como pudimos y lo encontramos con un brazo medio rojo, de la cochinilla. Lo sacamos de allí con todo el cuerpo lleno de púas y lo llevamos a su casa, donde la madre estuvo toda la noche quitándole púas y poniéndole vinagre.


Según nos contó por el camino a casa, nada más colocar el cometón frente al fuerte viento, este arrastró por los dos sin darle tiempo a soltar hilo, con lo que fue a dar con su maltrecho cuerpo en medio de las tuneras...


Otras tardes, en las que estábamos aburridos sin saber qué hacer nos dedicábamos a las cacerías de animales varios. La cacería de lagartos era la más habitual; hacíamos, como para otros juegos, dos equipos en la pandilla, para estimular la competitividad; Sergio, capitán de unos, y Matías, capitán de otros. Con las tiraderas a punto, elegíamos cada equipo una zona del pueblo con bastante “solajera” y quedábamos para dos horas después contar las capturas y ver qué equipo ganaba.


Estando con mi equipo en plena faena y cuando llevábamos dos lagartos medianos y una lisa gorda, divisamos un hermoso lagarto clueco, con una cabeza que era del tamaño de un puño cerrado y la cara de un color amarilloso. En silencio nos pusimos en posición de disparo con las ligas tensas al máximo y apuntando todos a la vez. Al grito de fuego, disparamos y el lagarto que estaba en lo alto del muro calientito y de buen humor, cayó al suelo cerca de nosotros y retorciéndose. Al acercarse Cuco ,que llevaba chanclas con los dedos fuera, el lagarto se revira y le trinca el dedo chico, de tal manera que no lo soltaba. Javi, muy avispado, sale en su ayuda y con un trozo de caña que encontró empieza a darle palos al lagarto, pero, con los nervios, a veces fallaba y le daba en los dedos, y el pobre Cuco dando gritos. Por fin el lagarto soltó la presa y se escondió entre unas piedras de la parte baja del muro. Cuco sangraba un poco por el dedo chico y otro poco por el dedo gordo. Se lavó la pierna en el agua de la acequia, se echó un poco de tierra fina para cortar la hemorragia y continuamos la cacería.


Transcurridas las dos horas nos reunimos con el otro equipo a contar las piezas teniendo en cuenta la relación de puntos:


Lagarto clueco.- 5 puntos


Lagarto mediano.- 3 puntos


Lagartija.- 2 puntos


Lisa.- 1 punto


Ese día empatábamos a puntos y todos tan contentos, hasta que se le ocurrió a uno aplastarle la barriga con un palito a la lisa gorda y con las misma salió vivita y coleando una cría de piel brillante, Decidimos dejarla en libertad porque sabíamos que los lagartos ponían huevos, pero no imaginábamos que las lisas se quedaran preñadas como las cabras. Después de opiniones varias y poco científicas sobre la cuestión, comenzó una pequeña discusión entre dos cazadores de equipos rivales que se resume en los siguientes argumentos:


- Cuco.- Ganamos nosotros que trajimos una pieza más.


- Mamé.- Eso no vale. Es un bicho muy chico.


Se acabó la discusión cuando dijimos:


- Matías.- Esta partida la dejamos en empate, pero las crías deberían valer.


- Sergio.- A partir de mañana las crías valen medio punto...


Algunas tardes aburridas nos las pasábamos cogiendo ranas en los estanques de los alrededores o íbamos a coger lo que llamábamos “padrastos”, y que eran abejorros negros de culo blanco. Los cogíamos con una caja de fósforos vacía. La abríamos hasta la mitad y la colocábamos encima de una chufla o flor de la tunera cuando uno de estos bichos se metía dentro a comer. Al querer salir el animal, cerrábamos la caja y quedaba dentro atrapado.


Cuando teníamos uno cada uno, abríamos un poquito la caja y el animal sacaba alguna pata queriendo salir, lo que aprovechábamos para amarrarle un trozo de hilo de coser. Entonces lo podíamos dejar volar libremente sujeto sólo por una pata con el hilo. Esta práctica la abandonamos definitivamente cuando uno de estos abejorros decidió volar dando vueltas a mi cabeza, el hilo se fue enrollando y terminó posándose en la punta de mi barba donde me metió un aguijonazo que vi las estrellas y estuve tres días con una barba como la de Popeye...