Capítulo 5


La iglesia




Era el edificio que dominaba la plaza, donde se concentraba la gente del pueblo los domingos y fiestas de guardar. Existían otros lugares alternativos donde se reunían los hombres, los bares, y un pequeño local de reunión de mujeres, la peluquería de “Pisca”; sin embargo, era en la iglesia donde coincidían mujeres, unos cuantos chiquillos y algunos hombres.
Un domingo por la mañana temprano:


Mi madre.- Se bañan, se visten, se desayunan, y para misa.


A mi padre nunca le gustó eso de ducharse en la tina del baño, así que cogía la palangana grande de latón, se colocaba en el centro del patio y se iba lavando el cuerpo por partes, empezaba con la cabeza y terminaba con los pies. Esta última parte era la que le daba más trabajo, porque de cuando en cuando aprovechaba y con el mismo cuchillo de labranza, que lo tenía afiladito, se hacía la pedicura. Luego se ponía los zapatos nuevos, el terno de los domingos, el sombrero nuevo y, en el bolsillo de la chaqueta, el pañuelo de los domingos. Era el pañuelo de los domingos porque mi padre sólo lo usaba ese día. Cuando en misa llegaba el momento de arrodillarse, sacaba el pañuelo del bolsillo dobladito como estaba, lo colocaba en el suelo de la iglesia delante de El y encima ponía la rodilla, ya que los hombres se arrodillaban con una pierna solamente. Nunca nos dijo si lo hacía para amortiguar el suelo duro, para no ensuciarse los pantalones o si era por lucir pañuelo.


Mi madre, que era la administradora familiar le daba cinco pesetas sueltas, diciéndole: - Para que le des algo a tus hijos cuando salgan de misa y se compren una golosina en el kiosco. Y salía el hombre para la iglesia, emperchado de arriba abajo, tieso como un garrote, y mi madre decía: - Que buena planta tiene tu padre y con la edad que tiene. Míralo todavía.


A las diez empezaba la misa, los chiquillos nos colocábamos cerca del altar en los tres escalones a la derecha y las chiquillas en los mismos escalones a la izquierda. Las mujeres, muchas con pañoleta, ocupaban los bancos y los hombres se colocaban detrás, de pie, en la parte de la entrada.


Mi madre poseía unas creencias religiosas algo peculiares, y no le importaba saltarse algunos preceptos o dogmas de fe si eso repercutía en un cumplimiento más eficaz del mandamiento de confesar y comulgar los domingos. En muchas ocasiones llegábamos un poco tarde con la misa ya en marcha y, antes de despedirse de nosotros, que trasponíamos para las escaleras nos decía en la misma puerta de la iglesia:


- No se olviden de ir a comulgar


- Pero si no hemos confesado


- ¿Y eso que tiene que ver?


- ¡Oooh! , que tenemos montón de pecados


- Esos son pecados flojitos, no pasa nada


- No, que algunos que tenemos son pecados mortales


- Eso no importa. Ustedes rezan un “Señormiojesucristo”y eso se les quita.






A nosotros esto no nos sorprendía mucho, ya que nos dimos cuenta de que por un lado, normalmente siempre comulgaban las mismas mujeres y algunos chiquillos, y por otro, de los hombres, allí no confesaba “ni Dios”, es un decir.


Como niños que éramos nos aburríamos bastante en misa y al rato ya estábamos haciendo alguna gracia o dándole la lata al de al lado, con cierto disimulo pero delante de todo el mundo y en esto, paraba el cura la misa y decía: – Esos chiquillos a ver si se callan. Al poco tiempo ya estábamos otra vez riendo por alguna tontería y el cura: – Como no se estén quietos voy para allá.


En una de estas, y cuando había que arrodillarse se le ocurre, a uno cogerle la pierna al de delante, que se desequilibra y cae junto con media fila sobre el atril de las velas de difuntos y se forma un estropicio. El cura tira para la escalera y sin todavía ser el momento le repartió las primeras “hostias” a unos cuantos.


Llegó la hora de la comunión, El cura era el primero y se comía, casi sin abrir la boca, una gran hostia que partía a la mitad. Con la misma cerraba los ojos, todos en silencio, y cuando parecía que se iba a quedar dormido, AAAAchiiiissssss , Mi padre, que con su habitual estornudo escandaloso, no sé si por la alergia al incienso o a la misa, hizo que toda la gente abriera los ojos. Un monaguillo tocando la campanilla acompañaba al cura hasta la escalera, donde se ponía una fila de niñas por un lado, la fila de mujeres en el centro y la de niños al otro lado. En medio de nosotros se coló sin que en principio nadie se diera cuenta Miguelito, “El teléfono” que no había hecho la primera comunión y era algo retrasado. Lo llamábamos así porque a cada momento se metía el dedo gordo de la mano izquierda en la boca y, a la vez, el dedo índice de la otra mano, en la oreja derecha. Cuando el cura, que repartía las hostias casi automáticamente -“El cuerpo de Cristo”, “Amén”. “El cuerpo de Cristo”, “Amén”... se dio cuenta a quién le había dado una hostia, le dio la copa al monaguillo, cogió al Miguelito por el brazo con una mano, y con la otra empezó a darle cogotazos gritando: ¡Escupe, Escupe ¡ Unas santurronas de la primera fila se levantaron diciendo a grito pelado:


¡Sacrilegio, Sacrilegio ¡ Miguelito, que se había tragado ya “El cuerpo de Cristo”, tenía una cara de susto que no podía con ella. Después de un rato de revuelo el cura dijo: - Ya está, todo el mundo a sentarse, se acabó la comunión. Cuando la gente se sentó y se calmó un poco la cosa, Miguelito seguía aún de pie y el cura le dijo en voz alta: “Le dices a tus padres que ya hiciste la primera comunión y que a partir de mañana ten manden al catecismo. ¿Entendiste?


El chiquillo, se puso en posición de “llamada telefónica” y salió de la iglesia de esta manera y caminando tranquilamente...


El cura era gordo, tenía un poco de “mala hostia”, pero aligeraba bastante las misas y le gustaba entretenerse en el responso que soltaba desde el púlpito, en el cual aprovechaba para criticar en público a diestro y siniestro y en especial a aquel de quien supiera algún chisme de mala conducta. Decía cosas como: “Me dijeron que anoche a las tantas vieron a Fulanita sentada en la parte de adelante del coche de Menganito por la carretera de San Francisco Javier. ¿Adonde iba Fulanita si su marido estaba trabajando de turno de noche en el muelle?”.


Esto seguramente era el motivo por el que nadie le contaba mucho al cura, ni siquiera en secreto de confesión. Siempre terminaba el responso pidiendo dinero, según decía él, para realizar las obras de ampliación de la iglesia. Lo cierto es que esa ampliación nunca se hizo, ya que cada vez iba menos gente a misa. Terminaron echándolo del pueblo, creo que para Tenoya, y mandaron un cura nuevo, joven y dinámico, tanto que se pasaba el día de un bar a otro “conociendo”, según decía, a sus parroquianos. A la gente esto no le parecía mal y decían: “Mientras no nos critique en público todo el mundo tiene derecho a disfrutar del pan y del vino que para eso los multiplicó Dios...”


Las misas las aborrecimos a temprana edad, pero las procesiones eran otro cantar, sobre todo las de Semana Santa. Discurrían desde la iglesia en el casco, hasta Santidad Alta, recorriendo parte de la única carretera asfaltada que atravesaba el pueblo. Este trayecto se hacía de noche y, como en muchos tramos el alumbrado público no existía, colocaban a ambos lados de la carretera de trecho en trecho unos montones de aserrín con petróleo para iluminar en parte el camino.


Nosotros, la pandilla, nos preparábamos en la cantonera, en la parte alta de las Toscas, al lado de la carretera del Riillo – Santidad Alta. Allí ultimábamos los detalles para incorporarnos a la procesión en cuanto la viésemos aparecer. No nos gustaban ni los rezos ni tener que ir detrás del trono a paso tortuga, así que decidimos que era mejor ir delante haciendo de una especie de policía motorizada. Se trataba de lo siguiente: cada uno traía una lata mediana, un pedazo de vela que colocábamos en su interior y esto de unía al centro de un trozo de palo que era el manillar.


Con una caja de fósforos en el bolsillo, por si se apagaba alguna vela, nos colocábamos delante de la procesión en fila, a lo ancho de la carretera, y encendíamos los “faros de las motos”. Al principio caminábamos en formación y a paso lento, pero al rato ya estábamos todos desperdigados, unos correteando por en medio de la gente, otros parados a un lado encendiendo de nuevo alguna vela, y los demás nos adelantábamos tirándole fósforos encendidos a los montones de aserrín, que ardían inmediatamente.


De tanto dar vueltas corriendo para arriba y para abajo y después de estar un buen rato respirando aquel humo, nos retirábamos medio mareados y con algún que otro dedo quemado...