Capítulo 2


La televisión                                    Audio    



 
En aquellos tiempos en el pueblo había tres casas que disponían de televisión; la de mi tía María, que estaba a casi un Km. de distancia, la de Don Fernando, el maestro, algo más cerca de casa, y la de Martín, cocinero de la marina y además padre de nuestro amigo y vecino Javi. La casa de Javi era una buena casa, grande, de dos plantas, con numerosas habitaciones, un amplio patio, aljibe, e incluso un jardín. La tele estaba situada en la planta baja, en el salón, que daba mediante unos grandes arcos al patio, y era allí donde, sentados en el suelo, junto con Cuco, Mamé, Manolín y por supuesto Javi, veíamos las series de televisión de aquella época, como Bonanza, Perdidos en el espacio, Embrujada, etc,. Eso nos permitía soñar y jugar a personajes de las series.



Pronto se convirtió en una necesidad y Javi nos invitaba de buena fe, pero su madre se veía casi obligada a dar de merendar a unos cuantos. Al cabo de un tiempo y cuando nuestros culos se adaptaban fácilmente al duro y frío suelo, decidió alguien de la familia que si queríamos seguir viendo la tele por las tardes en su casa debíamos pagar una peseta cada día. Esto produjo en principio una notable caída de teleespectadores y ya sólo de vez en cuando la veíamos.


A Lola esta situación no le hacía mucha gracia, por un lado lo de pagar por ver la televisión y por otro el mendigar que nos la dejasen ver gratis. Ella tenía una alternativa: “Domingo, nos compramos una televisión”. Dicho y, después de tramitar las correspondientes letras, hecho. La única condición que exigió mi madre al comprar la tele era que debía ser de una marca alemana, porque decía que los aparatos alemanes eran los mejores. Cultura mercantil, pensábamos nosotros.


Llegó el día que vino la tele a casa. Mi madre se la encargó a mi tío Rafael, que vivía en Las Palmas, tenía coche, era peninsular y empleado de Telefónica; estas cosas suponían un grado de conocimientos suficientes para dejarlo todo en sus manos. Cuando se presentó en casa trajo una Novopon mix grundis de 16 pulgadas, último modelo recién traído de Alemania, un estabilizador de corriente con un coche antiguo pintado en el panel frontal, muy decorativo, unos diez metros de cable de antena y lo más sorprendente hasta una antena. Mi tío era “un manitas” y él mismo hizo la antena; un palo atravesado por tres “verguillones”, el del centro curvado hacia abajo por ambos extremos y a los cuales se les unía el cable. Se orientó para La Isleta, que se veía perfectamente desde casa y cuyo faro mandaba un rayo sí, un rayo no. Todas las noches en verano, con los postigos abiertos, hacia un recorrido luminoso por la pared de la habitación.


Enchufamos, esperamos a que calentara un poco y sintonizamos. La primera imagen que aparece es El Virginiano, cabalgando “enfolinao” por las praderas americanas; vestía una camisa negra, unos pantalones grises y un sombrero negro. Su cara era blanquecina, tenía el pelo y los ojos negros, El caballo que montaba era precioso, de un luminoso blanco y negro. Durante algunos minutos una multitud de puntitos blancos salpicaban la pantalla. Fue cuando nos enteramos que dentro de las televisiones se podían producir fenómenos metereológicos; tenía lluvia.


Al cabo del tiempo la cosa se normalizó y veíamos la tele en sesiones de tarde – noche. Mi padre no era muy amigo de tele y se especializó en partidos de fútbol, en los partes y, curiosamente, en los dibujos animados. Mi madre era aficionada a las películas serias, y a nosotros nos gustaba casi todo lo que ponían...


La relación, podríamos decir íntima, que mantenían algunos animales con los muebles de la casa era cuanto menos curiosa. No sólo los casos de los bichitos que se entretenían taladrando las patas de muebles emblemáticos como el armario, la gaveta o el precioso aparador acristalado que contenía las reliquias de la dote, como las copas con dibujos en relieve que se usaban únicamente en ocasiones muy especiales, sino que, incluso la Tele, con lo moderna y nueva que era, estableció un estrecho vínculo a modo de simbiosis con un animalito. Pasado cierto tiempo, un día que estábamos viendo una película de las serias y cuando nos encontrábamos absortos en las imágenes, mi madre dio un grito: “¡Domingo! ¡Hay un bicho en la tele!”.


Mi padre.- Pues échale “fliss”.


Mi madre.- Que está por dentro, hombre.


Mi padre.- Ah de eso no entiendo yo.


Nosotros, con ojos de cierta incredulidad, dudábamos de si aquel animalito que cruzaba interiormente la pantalla, recortándose su siniestro perfil, fuese de verdad, o formase parte de la programación de aquella época. Con las mismas, desapareció y no se volvió a ver hasta que pasados unos días y cuando ponían una película de Marisol, creo que era “La vida es una tom, tom, tómbola”, el bicho se dejo ver de nuevo y cruzó la pantalla como paseando, con una paradita y todo, y con una trayectoria distinta a la del otro día. Después de estudiar su perfil concluimos que se trataba de una cucaracha, lo que no supimos nunca, por mucho que le dimos vueltas al asunto, era si se trataba de un animal autóctono o de importación y quizás venía dentro de la tele desde Alemania.

 
Con ese ímpetu característico que poseía mi hermana Francis, se levantó y en un santiamén descargó el bote de “Versolín Cruz Verde”, en el interior de la tele, a través de las ranuras traseras que servían de respiradero al aparato y seguramente a la cucaracha. No la vimos durante un periodo más o menos largo, aunque más adelante, reapareció en escena, pero como sus actuaciones eran esporádicas y duraban pocos segundos, nos adaptamos. Con una paciencia que se fue transformando en simpatía, nos encontramos con que la cosa tenía gracia y en algunas ocasiones se detenía, para saludar pensábamos nosotros, delante de la cara del hombre del Telediario o simplemente asomaba la cabeza un ratito en la esquina de la pantalla. Esta cucaracha – actriz, desapareció definitivamente de la pequeña pantalla el día que llegó a nuestra casa la tele en color, que no fue cuando llegó al país, sino mucho tiempo después...







Como había pocos bichos en casa, no se nos ocurre otra cosa que comprarnos un hámster, animalito simpático y juguetón.


Mi padre.- ¿Para que traen esa rata a casa?


Nosotros.- No es una rata, es un hámster.


Mi padre.- Que hámster, ni hámster, eso es una rata.


Nosotros.- ¿No ves que no tiene un rabo largo como las ratas?


Mi padre.- Pues será una rata sin rabo.


Mi padre nunca fue amigo de nuevos animales en casa. Pese a que posteriormente les cogía cariño, de entrada siempre ponía reparos, tal vez porque consideraba que ya eran demasiados animales los que dependían de Él (no sé si nos incluía a nosotros en esa responsabilidad). En realidad tuvimos una fauna apreciable. Descontando los parásitos, insectos y demás alimañas de los que se ocupaba mi madre, los animales que a lo largo de los años dependieron de alguna manera de mi padre eran:


Los animales propiamente de Él; dos vacas, en el alpendre del Lomo grande y un par de cabras, (cuando parían baifitos), en las Toscas.


Los animales que Él traía a casa; gallinas, en la azotea, conejos salvajes, debajo de la escalera. Un cordero en un cajón de madera, que anteriormente había sido “parque infantil” de cada uno de nosotros, y que posteriormente pasó a ser asiento de Sergio en la mesa de la cocina.


Los animales que traíamos nosotros; perros, gatos, pájaros.., y por supuesto un hámster.


Dentro de su pequeña jaula resultaba hasta divertido ver como se comía rápidamente medio paquete de pipas Churruca y se las colocaba en esas bolsitas que tenía en los lados de la boca. Después de varios días, lo de darle pipas nos lo pensábamos mucho, porque éramos muy aficionados y aún lo seguimos siendo a comer pipas. En aquel entonces la bolsa de pipas Churruca traía una letra de plástico roja, pudiéndote salir las siguientes letras: A E O U P L T M Ñ C y es posible que algunas otras. Nosotros comíamos tantas pipas que en un par de semanas teníamos ya treinta o cuarenta letras pero muchas repetidas y nunca nos salía la maldita letra A.


En realidad estábamos desesperados y con un empache de pipas impresionante, Se trataba de formar una palabra y si lo conseguías te lo regalaban en la tienda de Corina. Las dos posibles palabras eran: P E L O T A y M U Ñ E C A.


Obsérvese que la letra que no salía nunca era la que nos faltaba a los gemelos para ganarnos una pelota, y la que le faltaba a Francis para ganarse una muñeca. Pues fue Francis, la que una tarde y a la zorruna compró un paquete de pipas y le sonrió la fortuna. Llegó a casa dando saltos de alegría a buscar las otras letras para llevar la palabra completa M U Ñ E C A. Los gemelos saltamos como resortes y sin apenas mirarnos ni decirnos nada lanzamos un ataque en toda regla a la moral y al cariño de mi hermana. No recuerdo si nos costó una, dos o tres horas convencerla de que era muchísimo mejor conseguir la pelota, pero lo logramos, no si antes “jurarle por lo que más queríamos” que a partir de entonces podría jugar con nosotros a la pelota, eso sí, de portera.


Contentísimos nos quedamos cuando nos dan esa pelota nuevita y reluciente, roja, con los pentágonos negros, requintada de aire y de un plástico según averiguamos sobre la marcha demasiado fino. En la calle delante de casa hicimos el campo, dos piedras una portería, otras dos piedras la otra portería, En una, situada Francis, muy contenta, en la otra Rafa, no tan contento, y los gemelos, batallando en todo el campo. No pasaron cinco minutos cuando un chute desafortunado chocó contra un inesperada ráfaga de viento y la pelota fue a tener a un baldo de tuneras indias, Quedó “espichá”, cuando la cogimos la pelota estaba reducida a una tercera parte. Francis llorando a lágrima viva, Rafa con cara de asustado.


Sergio.- Chacho que pelota más mala.


Matías.- Venga que todavía vamos cero a cero,


Sergio.- Me parece que nos quedamos sin porteros,


Matías.- Nada, jugamos a regatear.


Sergio.- No llores Francis, que no te vamos a pedir pipas....