Capítulo 4

La escuela



La primera escuela a la que fuimos no era más que una gran habitación en la que había unos diez pupitres antiguos de madera carcomida, inclinados, con los agujeritos para el tintero y asientos abatibles. Al fondo se situaba la mesa de Don Arcadio, el maestro, y una pizarra enorme en la pared. El cuarto de baño era un cuchitril al lado de la carretera que iba para el “Riíllo”, a unos cincuenta metros de la escuela.



En esta escuela se estudiaban los dos primeros años de primaria y la clase la formaba un grupo de alumnos, todos machos, de lo más variopinto. Los materiales que usábamos para nuestro desarrollo intelectual eran: Libro viejo medio deshojado que contenía todas las materias de conocimiento, Un cuaderno de dos rayas, para letras, un cuaderno de cuadritos para números y un lápiz. Para sacarle punta al lápiz disponíamos de una especie de navaja que colgaba de un hilo en una esquina de la clase. Para borrar utilizábamos una goma, el que tenía, y el que no, bolas de migas de pan prensadas. Muchos de los chicos teníamos costumbre de mordisquear la parte de atrás del lápiz y al maestro se le ocurrió lo que consideraba un método infalible para quitarnos esa caprichosa manera de pasar el tiempo en clase, así que, un día, mientras disfrutábamos del recreo, cogió y, sin que nadie se diera cuenta, restregó con furia una pimienta picante “de la puta la madre” en esa viciosa parte de los lápices. El resto de la mañana nos lo pasamos pidiendo agua hasta por señas, pero unos cuantos perdieron esa costumbre para siempre.


Hay que mencionar a parte el instrumento más llamativo de la clase, la regla. Ésta ejercía el poder y la disciplina y con ella se impartían los castigos a razón de uno, dos, cinco, diez,... “reglazos” normalmente en la palma de la mano, en función de la falta cometida y del estado de ánimo del maestro. Habían algunos que alcanzaban casi a diario, ya sea por no hacer los ejercicios o por portarse mal, y en estos casos el maestro ponía en practica alguna técnica más sofisticada de tortura, como arrodillarse (con pantalones cortos que usábamos) sobre picón y, con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo sostener sobre las palmas de las manos sendos libros gordos y pesados sin poder bajar los brazos durante un buen rato.


El caso más impresionante era el de Antoñito el cojo, el del Lomo Chico. Llevaba una pierna con hierros y una bota de tacón; tenia un carácter fuerte y un día el maestro decidió que lo mejor era que estuviese amarrado por la pierna buena, con una soga, al fechillo de la puerta trasera de la clase, para ver si se le bajaban los humos. Estando así en el suelo y amarrado, y cuando el maestro paseaba tranquilamente por sus proximidades, Antoñito se abalanzó a la pierna de Don Arcadio y le hincó los dientes en una pantorrilla con tal fuerza que fueron necesarios varios golpes con la regla para que soltara la presa. Este incidente creo que fue el detonante que hizo que Antoñito abandonase los estudios a muy temprana edad.


En la clase había algunos compañeros que más tarde fueron buenos amigos, como “Forilla”, “Guzmán”, “Nando” y otros. La mayoría de aquellos chiquillos no terminaban la primaria y unos pocos continuaban sus estudios y terminaban el bachillerato. Lo más divertido de esa época escolar, descontando los recreos, era el reparto gratis de leche a media tarde. Primero fue leche en polvo que el maestro mezclaba en un “ganiguete” de plástico con agua y nosotros le echábamos gofio que traíamos de casa. Luego vino la “leche Coagro”, en botellas de cristal con tapita de aluminio que el camión repartía por todas las escuelas. Tenían un centímetro o más de nata que flotaba en la parte superior y, como éramos algo remilgosos con la nata decidimos usar “pajilla doméstica” para tomarnos la leche. Con el borde cilíndrico de plástico de una de las maletas cortado en trozos, nos resolvimos durante un tiempo...


Al pasar a segundo grado, es decir, a los cursos de tercero y cuarto de primaria nos trasladaron a la única escuela verdadera que había en el pueblo, Se trataba de dos aulas con las correspondientes casas de los maestros titulares adosadas, Una era la de las chiquillas, en la que daba clase Doña Rosario; en la otra, la nuestra, daba clase Don Fernando, el de la mano de cinco kilos, A pesar del mote era un hombre bastante más tranquilo, aunque tenía especial empeño en disciplinar correctamente a “Nando”, ya que era carne de su carne.


De este periodo destacaban las clases de gimnasia, que se basaban en una tabla de cuatro o cinco ejercicios, siempre repitiendo los mismos, a no ser que hubiera deportes. Lo nuestro era el fútbol, que practicábamos en cualquier sitio; sin embargo, para nuestra deshonra, llegó al pueblo el baloncesto y nos enseñaron este noble deporte según instalaron dos aros en un solar junto a la escuela. El campo donde aprendimos a jugar era mitad tierra, mitad risco, con un desnivel y una cantidad de baches tal que era todo un milagro aprender a “picar la pelota”. Como éramos un grupo bastante revoltoso, las explicaciones teóricas para aprender esta nueva disciplina deportiva fueron las siguientes:


Don Fernando.- ¡A ver! ¡Cállense, coño! Ese es un aro y ese es el otro; hay que meter la pelota por dentro, Cinco para un lado y cinco para otro. Se juega con las manos y no valen empujones ni patadas. Venga, a jugar.


Los que habíamos visto partidos en la tele teníamos algunos conocimientos, y durante un par de meses entrenamos y se pudo formar un equipillo para ir al torneo inter-escolar de ese año. Nos dieron unas camisetas de asillas, todas del mismo color, y para Arucas en un pirata. Aquello estaba lleno de chiquillos con camisetas de todos los colores, con zapatillas deportivas y todo. El mejor equipado de los nuestros llevaba unas playeras nuevas. No era la mayor diferencia con otros equipos; la mayor diferencia era el nivel de juego, y terminó siendo el único torneo al que acudimos, porque nos eliminaron en el primer partido por cuarenta a cero. Este resultado tiene su explicación, no es que fuéramos tan torpes:


Primero, nunca habíamos jugado en un campo tan plano y lisito con las rayas pintadas perfectamente y que allí llamaban “una cancha”.


Consecuencia.- No podíamos botar bien en una superficie tan plana. El árbitro todo el rato, Piirrriii. ¡ Carrera ¡ Piirri.¡ Carrera ¡.


Segundo, Los aros estaban situados derechitos y tenían red y eran más altos que los nuestros.


Consecuencia.- El desconcierto se apoderó de nuestra puntería y nuestros tiros no rozaban ni el aro


Tercero, Había público, que solo los animaba a ellos.


Consecuencia.- Nuestra moral se tambaleó un poco cuando íbamos 22 a cero en el descanso.


Cuarto y último, El árbitro estaba comprado y pitaba siempre a favor de ellos.


Consecuencia.- Nos cabreamos y, en vez de defender, empezamos a dar empujones; y en lugar de pitarnos falta, nos pitaba todo el tiempo, Piirrriii ¡ personal ¡., Piirrriii ¡ personal ¡.


Fue una experiencia lamentable que nos alejó durante bastante tiempo del baloncesto, ni siquiera podíamos verlo en la tele...


Cuando terminamos las clases del último año, se organizó una especie de acto de graduación en el cine de Santidad recién estrenado. Allí estábamos todos los chiquillos y chiquillas con los maestros que nos habían dado clase y algunos padres. Éramos buenos con los estudios, así que habíamos aprobado curso por curso sin mucha dificultad. Comenzaron llamando uno por uno y le daban cinco galletas Bandama, y un papel con las notas. Fulanito.., Menganito... Sergio, se levanta mi hermano, coge las galletas coge el papel, lo mira y se sienta tan contento. Matías, Me levanto, cojo las galletas, le doy una mordida a una, cojo el papel, lo miro y de repente se me seca la boca y allí mismo, en el pasillo central del cine, delante de todo el mundo, escupo la media galleta encima de no se que chiquillo que se estaba riendo en ese momento y tiro las otras al suelo con tanta furia que las desmigajé todas.


Salí corriendo para mi casa, no tardé ni cinco minutos, con el corazón a doscientos, la cabeza llena de todos los insultos que aprendí durante la infancia y que de manera automática e incontrolable los iban gritando, por el camino. Cuando llegué le dije a mi madre entre lágrimas que me habían cateado las matemáticas y, sorprendentemente, el dibujo, que era una asignatura que no habíamos dado nunca.


Lola, mi madre, que también era maestra y sabía bien de qué iba la cosa, dijo que no me preocupara, que eso no era más que una “jodienda” que el envidioso de Don Fernando le había hecho a Ella, porque sus hijos (nosotros),éramos más listos que los de El.


En lo que el diablo se estriega un ojo, se vistió de salir, cogió la cartera y el abanico y fuimos a dar con el maestro. Lo esperamos a la salida del cine y, cuando salió, mi madre le cayó encima y le soltó un repertorio amenazante con el abanico por lo alto de la cabeza, el hombre que era bajito y jorobado terminó pidiendo disculpas y con la promesa de que en septiembre me haría un pequeño examen aunque fuera a mí solo y seguramente aprobaría, como así fue. Transcurrió el que podríamos llamar último día escolar con cierta amargura; menos mal que Sergio, al verme salir corriendo, se percató del asunto y se lo imaginó y me guardó un par de galletas que me sirvieron más tarde de consuelo, junto con la siguiente y reconfortante frase que me dijo según me las comía: “No te preocupes que esta noche vamos y le picamos las cuatro ruedas del coche”....