Capítulo 1

   
EL armario                                       Audio                            



El armario, más bien pequeño, era de madera oscura, con dos puertas, dos cajones bajos y una barra de perchero. Procedía probablemente de la dote familiar al igual que el resto de los muebles de la habitación. Su edad era, al menos, la de una persona adulta y nuestra edad por aquel entonces debía rondar los siete años. En él, se acumulaba la ropa de varios miembros de la familia, sin embargo, se nos ocurrió que podríamos caber también nosotros, los cuatro hermanos, Rafa, el más chico, Francis, la mayor, y en medio los gemelos.

Fue un día que estábamos en casa algo ociosos, sin saber qué hacer y además solos. Sí “los cuatros solos”, ya que Lola, mi madre se encontraba fuera de casa porque había ido al médico, y mi padre, Domingo estaba en sus tareas habituales de las labranzas y el cuidado de los animales en el Lomo grande.
Tuvimos la idea, y digo tuvimos porque cuando estábamos de acuerdo la idea era de todos, de meternos en el armario, una vez dentro, cerramos las puertas quedando encajados como sardinas en lata. Nos encontrábamos, por tanto, en un “sitio ideal” lo suficientemente acogedor y silencioso para pasar el rato haciendo algo distinto y divertido.

Cuando llevábamos un buen rato aislados del mundo exterior en nuestro pequeño armario, hablando y riendo, sobre todo riendo, con esa risa contagiosa que produce el encontrarnos recostados, con las piernas del de enfrente delante de tu cara, en una posición forzada e incomoda, oímos un escándalo, era mi padre que nos llamaba desde hacía rato dando gritos.
Es necesario comentar que no solía llevar nunca la llave de la casa, pues mi madre normalmente estaba, o le abríamos la puerta algunos de nosotros, cosa que no sucedió ese día porque dentro del armario con las risas no le oímos tocar en la puerta, a pesar de que lo hizo durante un buen rato. Como no abríamos dio la vuelta a la “manzana” y fue por la puerta de atrás, que daba a una especie de patio interior compartido con la casa de mi tía Lucia y que se encontraba normalmente cerrada pero no “trancada”.
El susto del “viejo” al no encontrarnos se transformó en “cabreo” cuando nos descubrió en el interior del armario, del cual no podíamos salir porque estábamos enganchados y cubiertos de la ropa que nos había caído encima después de tirar de ella para intentar levantarnos. No sin esfuerzo logramos salir y recibimos una enorme reprimenda que no llegó a más porque en definitiva estábamos sanos y a salvo, y algo asustados por lo que había pasado...

El armario se encontraba situado en frente de una de las dos camas de matrimonio recicladas, es decir, reconvertidas en camas infantiles de dos plazas.

Otro día el armario sirvió de diana. Tal como estaba situado, sólo hubo que pintarle unas circunferencias más o menos concéntricas y resultaba perfecto para lanzar los dardos desde la cama. Los dardos de verdad los habíamos visto alguna vez, pero nunca tuvimos uno en las manos, así que, adaptados desde hacia tiempo a la improvisación, resolvimos que nuestras habilidades eran suficientes para fabricarnos unos.
Siempre que veíamos algo que nos hubiera gustado tener y no podíamos comprarlo, que era casi todo, le dábamos vueltas a la idea de que, con algún material disponible en los alrededores, conseguiríamos hacer una cosa parecida que nos sirviera para jugar. Era quizás más el entusiasmo y el disfrute durante el tiempo de fabricación de los “artefactos” que el propio tiempo de juego con ellos.

Cuando se nos metía una idea en la cabeza nos concentrábamos de tal manera que se nos olvidaba hasta comer, como el día que decidimos hacer una máquina de Flipers. Sabíamos como era y visto como funcionaba, pues ya está. Sólo necesitábamos unas bolas ( boliches mismo),una mesa algo rígida (un cartón grande y duro), un disparador de bolas (una jeringa recortada con un resorte), otros trozos más chicos de cartón, algún elástico, una verguilla y un pegamento del duro (no sirve para estos casos el “pegamento y medio”) .
Nos hicimos la máquina, con sus laberintos por donde pasaban los boliches, sus casillas, que tenían anotadas con rotulador los puntos que valían cada una y algún que otro adorno. en fin, parecía estar lista. ¡Hay que probarla!. Los primeros boliches salían disparados con una fuerza que se nos echaban fuera de la máquina, después de unos ligeros ajusten en el resorte y en la inclinación conseguimos que corrieran bien.
A los diez minutos, ya se le ocurría a uno hacerle una nueva mejora, se probaba, y a los cinco minutos, una reparación corta de un problema menor, y así todo el día hasta que terminamos molidos como zurrones de tanto jugar a ingenieros de máquinas recreativas...

Volviendo de nuevo a los dardos y al armario, hay que decir que conseguimos una virguería de dardos con los siguientes materiales: trozos de papel o plástico fino de forma redonda, palillos de dientes, hilo de coser y agujas. Para fabricarlos unimos la parte de atrás o culo de la aguja al palillo mediante un fuerte trenzado con el hilo de coser; en el otro extremo del palillo le colocamos el trozo de plástico fino unido por el centro del círculo, y listo, ya teníamos unos dardos buenísimos que se clavaban fácilmente en la madera de la puerta del armario donde pintamos la diana.

Ese día terminó la puerta del armario y algún que otro mueble con más agujeros que un colador. Cogí tal destreza lanzado esos dardos que los tiraba acostado en la cama y acertaba casi siempre en la puerta, no necesariamente en la diana. Lo cierto es que el juego terminó de manera abrupta. Sergio se iba a duchar primero y yo aproveché para lanzar un ratito, pero mi hermano se olvidó del pijama y regresó a la habitación a buscarlo precisamente en el armario, justo detrás de la puerta donde estaba la diana, cuando me encontraba a punto de lanzar acostado (como estaba) y de darle a la diana en el mismo centro. Él se colocó medio desnudo (como estaba) protegiéndose con la puerta mientras buscaba el pijama y decía “no se te ocurra lanzar... ay ya yay yay”. No terminó la frase, porque el brazo se me disparó sin querer y con poca fuerza, de manera que el dardo hizo una trayectoria caprichosa y se fue a clavar en uno de los gemelos de la pantorrilla derecha que asomaba por debajo de la puerta. Inmediatamente me levante diciendo “fue sin querer, fue sin querer”. Él se arrancó el dardo de la pierna y atajamos como pudimos la sangre. Decidimos no decir nada del incidente y guardar bien escondidos los dardos, hasta mejor ocasión, en el fondo del armario...

Existen creencias en varias partes del mundo que hablan de que los animales, las plantas e incluso algunos otros elementos de la naturaleza son poseedores de alma, o al menos están animados de cierto espíritu. Por otra parte, se oye en ocasiones hablar del espíritu o el alma de una obra de arte como en el caso de un cuadro que refleja el estado de ánimo del autor en un momento de su vida. No sé si sería el caso, pero un mueble, en concreto, el armario, parecía estar dotado de algún tipo de espíritu, sí, de espíritu vengativo. Digo esto porque no había pasado ni una semana cuando el armario se vengó de tanto maltrato. Quizás fue la casualidad o el destino, pero este quiso jugarme una mala pasada cuando, encontrándome tumbado en la cama, “con la cabeza para los pies” y disfrutando de ensoñaciones, es decir, de imaginar el futuro, (un futuro en el que por supuesto yo era el protagonista principal y además todo me salía bien), me vi sorprendido por un atronador ruido y un oscuro y malévolo objeto que pretendía aplastarme la cabeza y sin avisar.
Lo que sucedió fue que el añoso armario decidió que ya estaba bien, que quería llamar la atención o que quería vengarse de las heridas producidas por los dardos, y ni corto ni perezoso se me tiró encima, con ánimo probablemente de causarme como mínimo un susto de muerte. Cayó hacia delante el armario y menos mal que la fuerte estructura que formaba los pies de la cama lo detuvo en su intento y lo paró en seco. Quedó inclinado, apoyado en los pies de la cama y a escasamente diez centímetros de mi preciosa y soñadora cabeza.

Me incorporé con una especie de sudor frío y una creciente tendencia a pensar que algunos muebles pueden poseer algún tipo de espíritu. Después de recuperarme un poco se lo dije a mi padre, que con una tranquilidad pasmosa diagnosticó lo siguiente: “Se cayó porque una de las patas estaba picada y se partió”. A continuación, sin decir nada más, desapareció y volvió al poco tiempo con un ladrillo de las medidas casi exactas de una pata, enderezó el armario, colocamos el ladrillo como nueva pata y se acabó el asunto.
Pensé durante cierto tiempo que la cama podría tener un espíritu salvador o que los bichitos que picaron la pata eran en realidad la parte viva o animada del armario...
La cama ,(dote por parte de Padre), es de madera y aún se mantiene en pie, y nos permitió soñar confortablemente con la vida durante muchos años.
La otra cama de la habitación era y es todavía, una cama espectacular. De hierro forjado, tiene un cabezal y unos pies de la misma altura. Las patas se continúan hasta lo más alto, formadas por una sola pieza ancha y curvada, en el interior de la cual se encuentran unas figuras del propio hierro que representan una especie de lobo que intenta comerse un racimo de uvas, y alguna filigrana que otra. Esta cama (dote por parte de madre), se encontraba a la izquierda de la habitación según se entraba, y al igual que la otra y todas las camas de la casa se orientaba necesariamente con la cabeza para el norte, puesto que los conocimientos médicos-parasicológicos de mi madre se mezclaban con la creencia tradicional que auguraba un mal funcionamiento físico o psíquico si alguien no dormía con la cabeza para el norte.
Contaba esta maravillosa cama en los primeros años de la infancia, con un colchón de crin y almohadas de lana pura de oveja; ambas cosas había que escarmenarlas en la azotea, donde recibían una dosis elevada de rayos ultravioletas con el “solajero” del verano. Se tendían en el suelo junto a las piñas de millo que se secaban para más tarde desgranar; y algunas calabazas.
Lo que quería contar es que esta cama resultaba una cueva perfecta con sólo colocar la trapera por la parte superior del cabezal a los pies. No sé por qué, si tiene que ver con esos genes invisibles que se heredan de nuestros antepasados y no me refiero a los guanches (aunque pudiera ser), si no a mis antepasados más próximos, madre y abuelos maternos cuyas viviendas eran cuevas de Artenara. Lo cierto es que teníamos una tendencia innata a “encuevarnos”.
Nos encontrábamos así un día, los cuatro metidos en esta cueva artificial y estrecha jugando a la baraja, cuando tuvimos otra luminosa idea de las nuestras: “sería bueno que hubiese más luz, pues buscamos una vela, la encendemos con fósforos del pájaro canario, y la colocamos en el centro de la cueva”. Cuando la partida de cinquillo estaba a punto de acabar, una ráfaga de aire o algún movimiento brusco tiró la vela encima del colchón.
Seguramente ayudado por el calor de nuestros cuerpos el crin ardió tan rápido (como paja seca que era) que apenas tuvimos tiempo de salir. ¡Ay mi madre!, ¡Ay mi madre! Era lo que gritábamos los cuatro a la vez,
Mi madre, que siempre tenía una oreja relajada, con la que escuchaba la radio o la conversación de mi padre, que solía ser más bien poca, y otra oreja alerta, para oír a los chiquillos, captó los gritos nuestros, acudió desde la cocina y con gran valentía y destreza consiguió ponerle la trapera encima al colchón y apagar el conato de incendio. A continuación un alegato:

Mi madre.- Ustedes están locos. A quién se le ocurre. A quién se le ocurre.

Nosotros. Bocas abiertas, de susto. Ojos abiertos, de miedo.

Mi madre.- ¿Quién fue? ¿Quién encendió la vela?

Nosotros.- Bocas cerradas. Ojos muy abiertos, de pánico.

Mi madre.- Ay, cuando se entere tu padre.

Francis.- Fue sin querer.

Matías.- Fue sin querer.

Sergio.- Fue sin querer.

Rafa.- Guaaa, guaaaaa,

Mi padre, que tenía más pachorra, llegó a la habitación y se llevó el colchón, mientras mi madre le decía: “Tus hijos casi le prende fuego a la casa y tú tan tranquilo. Diles algo, Domingo, diles algo Domingo”.

Mi padre.- Uuuuummmm., Y con la “humasera” detrás, por el zaguán traspuso rumbo al estercolero que estaba en las Toscas.

Mi madre.- Cuantas veces les he dicho que no estén jugando con fuego, que después se “mean” en la cama.

Sergio.- Ahora, ni cama, ni cueva.

Matías.- Ya tenemos algo grande para quemar en las hogueras de San Juan.

Mi madre.- Ustedes son sordos. ¡Venga para la calle!-

Ese día escapamos por poco de una buena. Ya en la acera de la calle y después de calmar a Rafa, comenzamos una animada conversación sobre que más cosas podríamos utilizar para la gran hoguera que se avecinaba...
Al día siguiente nos tocó el castigo. Lola, mi madre se fue a comprar el colchón nuevo, después de ponerse bien compuesta se dirigió a la plaza y cogió la guagua Santidad – Arucas y viceversa, según rezaba en el cartel del parabrisas.

Se hizo la hora de la comida y mi padre, sin que sirviera de precedente, se dispuso ha hacer el almuerzo. El nunca hacia de comer y sus dotes culinarias se limitaban a la comida que le ponía a los animales. No se amilanó el hombre, con más voluntad que acierto, dispuso de dos sartenes con mucha aceite. Una vez calientes introdujo en una, cuatro papas peladas y troceadas, y en la otra, varios calabacinos. En menos de diez minutos nos colocó a cada uno delante un plato con la combinación de esos suculentos manjares a medio freír y empapados en abundante aceite. Nosotros que éramos bastante remilgosos con la comida, nada más verlos se nos colocó a la par, un nudo seco en la garganta. Sabíamos que con mi padre no cabían protestas y haciendo de tripas corazón y pasando unos momentos muy duros logramos deshacernos aquello poco a poco. Por último el postre, que como casi siempre era plátanos, aunque esta vez nos dio a elegir entre: plátanos escachados con gofio, plátanos escachados con limón y azúcar, plátanos troceados con azúcar o simplemente plátanos. Elegimos la tercera opción y nos dispusimos a comernos los plátanos troceados con azúcar. Casi terminando y cuando Sergio tenia la punta del trozo final en los labios se le produjo un golpe de tos fuerte y el trozo de plátano terminó alojado en el interior del conducto auditivo de la oreja izquierda de Rafa. Esto produjo una algarabía de risas que terminó por despejarnos la garganta y acabar con tanta tensión...