Capítulo 8


Los animales y sus dueños



En el pueblo, como en casi todos de aquella época, muchos habitantes vivían del campo; trabajaban en sus labores agrícolas y en el cuidado de sus animales, de los que obtenían la mayoría de los alimentos que necesitaban.


Por aquel entonces no había muchas máquinas para trabajar; casi todos tenían animales que les servían para transportar la carga de sus cosechas y de ayuda en otras tareas del campo. Estos animales llegaban a ser tan imprescindibles que muchas veces eran como parte de la familia .


Era necesario no solo cuidarlos, alimentarlos, sino que se les tenía respeto y a la mayoría se les trataba con cariño; por supuesto, cada uno tenía su nombre, que muchas veces, hacía referencia a las peculiaridades del animal y en otras ocasiones era simplemente una ocurrencia de su dueño.


Este era el caso de una burra, que para nosotros era un animal especial, y aunque no se parecía a Platero, pues no era peluda ni muy suave, más bien era vulgar, de color gris-canelo, nos encantaba, porque era mansa y sumisa. Se llamaba Zagalejo, nombre que le puso su dueño, según nos contaba, porque le recordaba a su mujer cuando se levantaba por la noche de la cama con su “combinación”, los pelos “arreflujaos” y con las orejas tiesas.


Estas eran las ocurrencias de su dueño Lorencito, personaje muy apreciado por toda la panda de chiquillos del Riillo. Era un hombre alto fuerte, tieso como un palo y muy serio, pero tenía un corazón alegre y tierno. Para nosotros era un hombre diferente a los demás, y lo que lo hacia diferente era que le gustaban los niños. Digo niños machos, quizás porque solo tenía una hija que se le hizo pronto grande y ya no le hacía mucho caso.


Muchos días toda la pandilla íbamos detrás de El, como si tuviese un imán en cada bolsillo.


Un día, Lorencito dijo: “Vamonos para los cercados de arriba”, y todos enfilamos detrás.


Zagalejo iba abriendo camino, que se lo sabía de memoria. Le seguía a poca distancia Lorencito y nosotros cerrando el cortejo, unos detrás de otros.


Si se encontraba con alguien, y quería pararse a saludarlo, decía: - ¡Quieta, Zagalejo! La burra, que iba a su ritmo, se paraba en seco y allí se quedaba olisqueando y mordisqueando algún hierbajo del camino.


Lo más divertido eran las increíbles historias que nos contaba, a veces durante el camino y otras veces en el alpende donde tenía sus vacas, mientras les echaba de comer. Nosotros nos colocábamos tras el murillo de los comederos, y como si estuviésemos en clase, apenas oíamos la voz de Lorencito con su tono irónico y desafiante, se nos abrían los oídos preparados para escuchar una de sus increíbles historias o de sus muchos y variados acertijos.


Lorencito: .-A ver, ustedes que van a la escuela y saben mucho. ¿Quién sabe que hace un burro al sol?


Javi: .- Se calienta.


Lorencito: .- Eso es verdad ¿pero qué más hace?


Mamé: .- Se pone moreno.


Tras un rato sin ocurrírsenos nada.


Lorencito: - No saben, pues lo que hace un burro al sol es sombra.

Sin terminar de reírnos, saltaba de nuevo.


.- Chiquillos, pero que es lo que les enseñan a ustedes en esa escuela. Esto si que lo sabrán: ¿Qué hacen seis pájaros posados en cable de la luz?


.- Cuco: .- Sombra.


.- Manolín: .- Cantar


.- Lorencito: .- Pero muchacho, ustedes parece que son más burros que el que estaba al sol. Seis pájaros posados en un cable hacen media docena, eso lo sabe cualquiera.


Tras un rato en que permanecíamos expectantes mientras el colocaba el gran balde plateado y reluciente debajo de las ubres de la vaca, se sentaba a su lado y comenzaba a hablarle a Lucero, que así se llamaba, mientras limpiaba y sobaba aquellos largos pezones. Saltaba y decía:


- Como veo que no aciertan una, voy a contarles una historia que ocurrió hace tiempo y que le pasó a mi padre.


Cuando él era joven, le contó a un amigo que tenia en su casa unas lechugas que se habían hecho muy grandes, tanto, que se veían desde fuera de la casa.

Su amigo le dijo:
- Anda ya, no seas mentiroso. Si las lechugas más grandes que yo he visto no llegan ni a medio metro, ¿cómo se van a ver desde la calle?


Le responde mi padre:” No te miento y es verdad, porque las tenía plantadas en unas macetas en la azotea”.


En otras ocasiones nos dedicábamos a jugar en la gigantesca montaña de hojas secas de platanera que tenía al lado del alpende. Saltábamos, hacíamos piruetas y cabriolas de todo tipo y nos sumergíamos en ellas impregnándonos de ese olor peculiar a vegetal rancio.


Con mucho, lo más divertido de todo era cuando Lorencito nos dejaba subir a la burra y darnos un paseo. Nos colocaba uno a cada lado de la albarda, y a los demás en el lomo, de tal forma que a veces íbamos hasta cinco montados encima de Zagalejo. En un principio estábamos con cierto temor, pero al rato, cuando vimos que Zagalejo andaba despacio, se nos fue quitando el miedo. Tras varios días en que nos llevaba desde su alpende hasta los cercados de Santidad Alta, nos hicimos con el dominio del animal del tal forma que ya Lorencito nos dejaba que nosotros solos lleváramos a Zagalejo y su carga de vuelta hasta su alpende.


Esta era una distancia larga, de unos dos kilómetros, pero él sabía, con la certeza del conocimiento de su sabiduría innata, que Zagalejo se sabia el camino con los ojos cerrados y no se saldría de el hasta que llegara a su alpende.


Un día en que íbamos montados Matías y Sergio en la albarda, Mamé, que era el más gordito en el centro del lomo, Javi detrás y Cuco delante, llegando a la altura de La Guitarrilla, no se le ocurre otra cosa a Cuco que restregarle por el hocico la punta deshilachada de la soga con la que se sujetaba a la burra.


El animal comenzó a remover la cabeza en todos las direcciones y nosotros nos balanceábamos algo asustados. Notamos que Zagalejo se puso nerviosa y comenzó a caminar más rápido.


Mamé: .- Cuco estás loco.


Matías: .- Agárrense fuerte que la burra se esta encabritando.


Seguidamente, Zagalejo empezó a correr descontrolada, se echó fuera del camino y se metió dentro de unos cercados. Nosotros nos manteníamos sobre la burra a base de agarrarnos a la albarda, unos a otros a los pelos del lomo, porque nuestros culos estaban más tiempo en el aire que en el asiento.


Cuando el animal comenzó a dar saltos y a levantar unas veces las patas de delante y otras las de detrás, salimos despedidos, y tras un corto vuelo aterrizamos sobre las hierbas del cercado, que en parte amortiguaban la caída.


Al poco, nos vimos todos tirados por el suelo, mientras nos recuperábamos del susto y de los moretones. Zagalejo se fue calmando y al tranquilizarse del todo emprendió de nuevo el camino dirigiéndose hacia su alpende. No nos quedó más remedio que ir tras ella porque nadie se atrevía a acercársele.


Después de echarle la bronca a Cuco por su ocurrencia, decidimos que no le diríamos nada a Lorencito del incidente, y continuamos el camino como una panda de guerreros tras una batalla. Uno con el tobillo torcido, otro con varios arañazos por los brazos y los pies y los demás con golpes varios, aunque no había nada de gravedad, cada uno se curaría por su cuenta...


Hablando de animales, hay que recordar el perro de Juanito Jiménez, con una habilidad especial digna de mención.


Su dueño regresaba a casa por la tarde al terminar las labores del campo, casi siempre acompañado de Domingo, mi padre. En alguna ocasión dejaba caer con disimulo, su sombrero al suelo y seguía el camino. Tras un rato se paraba y le decía a su perro: “¡Tráemelo!”. El animal volvía corriendo y ellos seguían su camino. Al poco, regresaba su perro con el sombrero en la boca que devolvía al dueño.


También vivía en el pueblo un señor muy mayor que tenia fama de arisco y refunfuñón, pero que sabía educar muy bien a los perros de presa canarios. Tal era su destreza que enseño a uno de sus perros, que era grande y casi tan alto como nosotros, a ir a la tienda y hacerle la compra.


Pepito Cemento, que así se le llamaba, vivía en el Riillo a unos quinientos metros de la tienda del barrio. La tienda, que en un principio era la “de Juanito”, al poco tiempo terminó siendo la “de Corina”, su mujer, la que manejaba el cotarro.


Cuando tenía unas pocas cosas que comprar mandaba a su perro con una cesta en la boca con la lista de la compra y el dinero dentro. El perro, con parsimonia y elegancia, andaba por la orilla de la carretera. Todo el que se lo encontraba veía el dinero pero nadie se atrevía a molestarlo, tal era su presencia y el temor que infundía, tanto en niños como en personas mayores.


Llega el perro a la tienda, levanta las patas de delante y deposita en el mostrador la cesta, y seguidamente se va hacia un rincón y se echa en el suelo tranquilamente. Corina cogió la cesta, dejo de despacharle a los demás y lo más rápido que pudo la cargó con los artículos de la lista. Tras sacar la cuenta, le puso el dinero sobrante y entonces llama al perro:


- Capitán, capitán.
Pero el perro no se levantaba, y Corina volvía a insistir:
.- Capitán, capitán.


En esta ocasión tampoco se levantó, y además soltó un ladrido, ronco y profundo, que acojonó a todo el personal de la tienda.


Corina se puso nerviosa sin saber qué hacer hasta que comenzó a revisar la compra por si faltara alguna cosa. Comprobó que el pedido estaba completo. Al revisar la cuenta se percató de que había devuelto un duro de menos. Tras subsanar el error, y cuando ya se le desprendía algún rulo que aún llevaba en el pelo, dice:
- Capitán, capitán.


Entonces el perro se levanta con calma, coge la cesta y se vuelve de nuevo a su casa.


La gente que estaba en la tienda se quedo embobada, y al poco comenzaron a surgir comentarios de que Pepito Cemento había enseñado al perro a sacar las cuentas de la compra.


Por último contaré el episodio que pasó con el “macho cabrío” de Pepito Cemento que tenia en un cercado, cerca de su casa. Aquel animal nos llamaba mucho la atención porque siempre estaba bramando y berreando y raspando el suelo con sus patas delanteras. Tenía unos cuernos impresionantes que infundían miedo sobre todo cuando se ponía nervioso y empezaba a toparse contra las tablas del pequeño corral donde lo tenían encerrado.


En la otra esquina del cercado, a buen recaudo, guardaba las cabras que recogía todas las tardes al caer el sol, después de haber pasado toda la tarde de un lado a otro mordisqueando la hierba que encontraban.


Una tarde, cuando ya oscurecía, se nos metió en la molleja la idea de ir a soltar el “macho” y a ver lo que pasaba .Nos hicimos con un cuchillo y nos dirigimos al cercado. Cuando llegamos nos enfrentamos al animal, temerosos de que al cortar la gruesa soga que lo sujetaba se viniese contra nosotros y nos llevásemos unas buenos cuernazos. No sin dificultad logramos por fin cortar la soga y abrir la puerta del corral. El “macho” salió corriendo y nosotros también, pero en direcciones opuestas.


Al día siguiente se corría el rumor en el pueblo de que alguien que le tenía ganas a Pepito Cemento le había hecho una faena, pues el “macho” aquella noche se había metido en el corral de las cabras y se había montado a la mitad de ellas.


Continuará…